#8M: La ciudad de las mujeres

El 8 de marzo, Buenos Aires fue de las mujeres. Un paso más en la conquista de la igualdad. Y, a pesar de las tragedias, los femicidios, las muertes por abortos clandestinos, las desigualdades, el miedo, la violencia, ahí, todas juntas, sonreíamos. Porque lo sabemos: estamos protagonizando un cambio histórico. Y eso hace sonreír incluso a la más tímida.

El 8 de marzo, Buenos Aires fue de las mujeres. Un paso más en la conquista de la igualdad. Y, a pesar de las tragedias, los femicidios, las muertes por abortos clandestinos, las desigualdades, el miedo, la violencia, ahí, todas juntas, sonreíamos. Porque lo sabemos: estamos protagonizando un cambio histórico. Y eso hace sonreír incluso a la más tímida.

Ayer Buenos Aires fue una fiesta. Fiesta en medio de historias trágicas y reclamos profundos. Eso se respiraba en Plaza de Mayo, en  Avenida Rivadavia, en 9 de Julio, Hipólito Yrigoyen. Mujeres y mujeres, juntas, abrazadas, cantando, sonriendo. Fuertes. Con la fuerza que da saberse multitud. Y con la fuerza que da saber que no hay vuelta atrás, que al movimiento de las mujeres ya no lo para nadie.

Sonrisas contagiosas en medio de carteles por femicidios. Ayer, el 8M tuvo esas dos caras: el amor y el espanto. 1 femicidio cada 30 horas, 1 de cada 3 mujeres víctima de violencia de género, 50 muertes anuales por abortos clandestinos, 60 mil internaciones por año por complicaciones en el aborto, desigualdad salarial, desigualdad en la carga horaria de las tareas domésticas: desigualdad, injusticia, dolor, miedo.

Pero juntas otra vez dijimos basta. Y esa fuerza femenina, como lava que escupe el volcán, hace sonreír. Es la sonrisa del que es fuerte después de tanta debilidad.

Por eso sonreíamos todas en medio del dolor de las que ya no están. O de las que están encerradas y con miedo. Porque ayer en la calle todas fuimos libres y fuertes. Incluso las que sabían que volverían a la boca del lobo cuando se hiciera de noche.

Los números del INDEC lo dijeron claro: el mayor porcentaje de violencia de género es puertas adentro, en el silencio del hogar, y en manos de parejas o ex parejas. El adentro: el infierno. La calle, junto a todas las demás: la libertad.

Sonreíamos, también, porque nos sabíamos parte de la historia que está cambiando. Porque nuestra marea femenina puede cambiar las leyes, puede evitar tanta muerte de las más pobres. Mujeres en lucha que cambian la historia. Eso hace sonreír hasta a las más tímidas.

¿Quiénes éramos ayer en las calles? Todas: niñas, madres, abuelas, trabajadoras, militantes, amas de casa, docentes, sindicalistas, empresarias, estudiantes, muchas estudiantes. Porque las pibas eran mayoría. De a dos, de a tres, de a cuatro, en columnas de escuelas secundarias, en movimientos feministas, en colectivos de arte. Las más eran las pibas. De 14, 15, 18. Y ellas nos demostraron a todas que el patriarcado se apaga de una vez por todas.

Donde Rivadavia es angosta y va camino al Congreso, pasó como remolino una columna de estudiantes secundarias al grito de “Juntas podemos todo”. Lo decían fuerte, lo cantaban. Las dejamos pasar, las aplaudimos. Detrás, una hilera de motoqueros iba despacio, como escoltas, atentos a algún pasadizo secreto por donde huirle a la marcha. Iban despacio atrás, resignados. Los cantos de las estudiantes, como sirenas, eran más fuertes que cincuenta motos juntas.

Las pibas argentinas que gritaron basta son la certeza de que el machismo y la violencia deberán retroceder hasta apagarse para siempre. Esas pibas de 15 juntas le ganan al machismo. Y toman la delantera.

¿Por qué viniste?, les pregunté a muchas, mientras la fotógrafa les tomaba un retrato.

“Porque no podía no estar acá”.

“Por todas las que no pudieron venir”.

“Porque no quiero tener más miedo en la calle”.

“Porque quiero decidir sobre mi propio cuerpo”.

“Porque tenemos derecho al aborto legal y gratuito”.

“Porque esta es una revolución de mujeres que decimos basta”.

Así hablan las pibas. Miran a cámara. Y sonríen. Y dicen gracias, también. Pibas argentinas tan distintas a las que íbamos a la escuela secundaria hace ¿cuánto?, ¿20 años? Y no nos dejaban ir con polleras cortas, no hablaban de educación sexual y la palabra aborto era mala palabra, de las que no se nombran. Tabú.

Pasó la columna de estas pibas, levanté la cabeza y vi, asomados a los balcones, a varios hombres mirando a las mujeres pasar cantando. Miraban la escena como espectadores de un show que no se sabe bien dónde ni cómo empezó, pero sí que no termina. El show debe continuar. Acodados en las barras de los balcones, ellos miraban de arriba el río de minas andar.

Esta vez eran menos los que caminaban con nosotras. Algunos que acompañaban, otros que llevaban a sus hijos o hijas, alguno con pañuelo verde aborto. Por eso tanto balconeo esta vez. En todas las cuadras se los veía ahí a lo alto mirando pasar a la marea femenina.

Caía la noche. Todas a casa otra vez. El calor, la euforia, tantas horas, el colectivo lleno. Un grito: “¡Frene, chofer, una mujer se desmayó!”. Llevaba pañuelo verde. El chofer no se detuvo. “Se lastimó, se cayó”. En el fondo, más gritos de mujeres: “¿alguien tiene caramelos?, dale agua, mojale la cabeza”. A los pocos minutos, éramos una tribu de mujeres alrededor de la desmayada. Se fue despertando lento. “Estoy bien”. Sonrió. Los hombres que viajaban en el colectivo miraban la escena de lejos, en silencio. Todavía me pregunto por qué.

En ese momento me acordé del hashtag que dio varias vueltas por las redes en estos días: #NosotrasNosCuidamos.

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