Frida. Tan fuerte hincó su nombre en las cabezas de América Latina y el mundo que ya no hay ninguna niña de nombre Frida que pueda despegarse de la Frida artista. Frida es Frida Kahlo. No hay duda. ¿Por qué?
¿Porque su arte se globalizó? ¿Por los bigotes y la cejas peludas? ¿Porque se atrevió a estar al lado del grandote que pintaba murales? ¿Por el marketing y su estampa en carteras, almohadones y manteles? ¿Porque pasó de postrada a pintora famosa? ¿Qué rompió Frida y por qué se volvió un arquetipo?
Postrada, gemía y pintaba en la cama, acostada como carne muerta. Pintaba su cara triste, monos, perros y ciervos, pintaba, gritaba, lloraba, pintaba. Y un día se paró.
Frida Kahlo es todas las Fridas. Es un poco cada una. Y tal vez por eso, por mujer pulpo, supo meter sus tentáculos ahí donde más conmovía a quien se le acercara. A cada una de nosotras Frida nos toca un pedazo de piel. A mí, que pasé los 40 y pude meterme en su jardín de Coyoacán, en México, y oler sus flores e imaginarla andar descalza entre conejos, cerrar fuerte los ojos por tanto dolor en esa cama-ataúd, con sus pañuelos de colores y sus bigotes oscuros que volvieron loco a Trotsky; a mí, decía, se me impregnó fuerte por todos sus brazos de mujer pulpo. A mi hija Emma, de 12, también. Algo le conté, algo vio, algo leyó. Y la reconoce a lo lejos. Y la pinta.
Frida, para muchas mujeres, es leyenda. Veamos un poco por qué. O fijate vos, cuál de sus brazos te conmueve más.
“Su arte es una franqueza absoluta, descarnada, feroz sobre el mundo femenino”, dijo el grandote Diego Rivera.
Tenía 6 años cuando le descubrieron una enfermedad que la hizo renguear para siempre. Una pierna más corta que otra, que escondía con pantalones largos, a pesar de las burlas.
Para entonces, principios del siglo pasado, pocas mujeres estudiaban. Frida era una, una de 35 entre 2000 alumnos, y en pantalones largos cuando todas las demás usaban polleras.
Lo del famoso accidente fue cuando tenía 16. Un choque del autobús en el que viajaba le destrozó la columna vertebral. Espalda rota. Postrada, gemía y pintaba en la cama, acostada como carne muerta. Pintaba su cara triste, monos, perros y ciervos, pintaba, gritaba, lloraba, pintaba. Y un día se paró y anduvo como pudo y fue a ver al grandote ése, Diego Rivera, que no sería su príncipe salvador sino un gran amor que también le dolió, y que fue puerta al universo del arte y la política de México. Ella, diminuta y encorsetada, enamoró al reconocido muralista y también se enamoró de él.
A principios del siglo pasado, pocas mujeres estudiaban. Frida era una de las 35 entre los 2000 alumnos varones de esa escuela. Y la única que usaba pantalones.
Sufrió sus amoríos, amantes y noches largas. Besó a hombres y mujeres. Bebió, viajó y bailó, hasta con espalda encorsetada. La operaron una y otra vez. Y seguía pintando. Igual pudo cruzar el charco: su pintura creció hasta la admiración de Picasso, Breton y Kandinsky. La aplaudieron en París y en Nueva York, donde se la reconoció como una de las grandes pintoras mexicanas de todos los tiempos.
Diego Rivera definió así su obra: “Su arte es una franqueza absoluta, descarnada, feroz sobre el mundo femenino”.
Mujer fuerte, arrolladora, hermosa, perturbadora. Arquetipo porque rompió tabúes, marcó caminos. Confió, pudo pelearle al dolor y a lo que la dejaba quieta. No se quedó quieta.